En los días funestos en los que un resultado negativo
desautorizaba a cualquier intento de justificación, y en las charlas técnicas
aburridas donde mil y una palabras no servían para convencer a jugadores
desgastados, y en las mañanas frías en las que los ejercicios largos y
aburridos parecían innecesarios, la única palabra acreditada seguía siendo la
del Míster. El Míster, en España, es sinónimo del entrenador. Porque hace más de
medio siglo, los técnicos británicos dejaron un legado enorme en un país, y un
término honorable en un oficio. Míster significa hombre. Y hombre seguramente
signifique Jósep Guardiola.
Tal vez haya un millar de definiciones y un millón de
ejemplos para graficar la palabra hombre. Pero para este momento de la historia
no hay mejor manera que hablando de Guardiola. No tiene ninguna relación con la
cantidad de trofeos que atesoren sus vitrinas, ni con su presente iluminado por
el foco de los flashes. Guardiola es un hombre porque algún día soñó. Soñó con
formar parte de algo grande. Soñó con cambiar algo de este mundo y con dejar un
legado que exceda a su nombre. Guardiola es un hombre porque cumplió.
Nadie mejor que su equipo para representar su forma de andar
por el mundo. La planificación y la espontaneidad fusionadas en una misma
geografía, delineadas por valores elevados y principios rotundos. Así jugaba el
Barça. Así le demostró a una humanidad vacía que podía ser. Encantador y real,
revolucionario y sencillo. Así, también así, juega Guardiola por la vida.
Es una certeza: dentro de un puñado de décadas aparecerán
los posters añejos con un regate de Inesta, una pirueta de Messi o, tal vez,
simplemente con el cuadro del equipo completo. Seguramente allí aparecerá un
cárdigan tan brillante como los ojos de su dueño. Son los ojos de un señor. Un
señor que dejó un legado en nuestro fútbol y en nuestras vidas. Un señor que,
esperemos, vuelva pronto.
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