Parece imposible argumentar con palabras el gusto amargo que dejó, para la mayoría, la final de la Champions League. Es como uno de esos remedios feos, que algún día alguien determinó que debían tener gustos asquerosos, pero, igualmente deben existir por pura necesidad, para que alguna parte de algunas vidas se vuelvan largas e indoloras. El fútbol también necesita ser perdurable. Y por eso también precisa de estos remedios amargos, a pesar de que los ideales cohíban la posibilidad de pensar de esta manera rara, casi mediocre. Pero la colección de improvistos que andan dando vuelta por el universo futbolístico, lo convierten en el deporte más apasionante del mundo. Por eso, estos Chelsea, decorosos campeones maltratados, son extremadamente necesarios. Son esos remedios que se repudian, pero que acaban dejando un repertorio de enseñanzas.
El triunfo del débil no precisamente signifique el triunfo de la indecencia. Pero así se ven desde los ojos de un purista. Ese purista: el que defiende los ideales del que mejor lo identifica, el que no entiende razones más allá del estilo que lo cautiva, el que acecha contra todo aquel que lo atraigan otras maneras de pensar y de llevar a la práctica el fútbol. Por favor, puristas, eviten la intolerancia desmedida en los siguientes párrafos de este texto y, si pueden, propónganse mirar con otros lentes al nuevo campeón de Champions.
El Chelsea no puede cambiar todas sus formas para jugar una final de finales solamente porque la mayoría pretende que lo haga. Si hubo una forma de ser y de actuar que lo caracterizó a Di Matteo, fue la del repliegue y la eficacia. No está bien, ni tampoco está mal. Nadie puede decir que una victoria sin posesión es una victoria indigna. O, acaso, como dice el entrenador Ángel Cappa cuando le consultan el por qué de tanto empeño por la idea de jugar bien: “¿Y de qué sirve ser feliz?”. ¿Será quizá que el entrenador o los hinchas o los propios jugadores del Chelsea no son felices con el título de campeones en sus corazones? No es esta (o al menos no intenta serlo) una manera implícita de justificar a un estilo tacaño, sino una forma de entender a un técnico interino, a un equipo contrariado y a una gran expresión defensiva.
Porque el Chelsea no fue solamente dos líneas de 4 que se avocaron en resguardarse en su propio terreno y en negar pases interiores. Fue muchísimo más que eso. ¿O acaso alguien discute el festín que se hubieran hecho Robben y Ribery si el Chelsea hubiera salido a producir un juego que nunca trabajó? Hubiera habido espacios por todos lados. Los laterales en ataque, los mediocentros adelantados y la mesa servida para el Bayern: los extremos jugando como y donde quisieran y otorgándole a Mario Gómez tantas pelotas claras como fueran necesarias.
Pero el Chelsea fue mucho más que eso. Así como existen excelsos equipos de juego ofensivo, en los que sus jugadores parecen complementarse, cual si fuera una sinfonía, también, de la misma manera, existen los esquemas defensivos que exhiben la misma analogía. Debe haber un nivel de comunicación superior para tomar en zona durante más de dos horas. Debe haber un espíritu de grupo altísimo, para convencer a Lampard o Mata de que los relevos hoy serán más importantes que los desmarques y que habrá que correr en defensa tanto como les atrae correr en ataque. Conseguir el sacrificio de Drogba o este nuevo solidario Fernando Torres demuestra a las claras a un equipo tejido a mano con objetivos colectivos por encima de cada una de sus partes.
Nada de esto significa que el Bayern Munich deja de ser una apología a la nueva era del fútbol veloz, preciso y analizado a los más altos niveles de su posibilidad. Ni la zurda de Robben, ni la ineficacia de Gómez, ni los infortunios del juego reprimen tan espectaculares maneras de producir.
Por favor, puristas, no hay necesidad de enamorarse de un estilo que no los identifica o de un fútbol que limita sus más hermosas representaciones colectivas. Simplemente, respétenlo. Es el fútbol que hoy levanta a la más atrayente de las orejonas.
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