Está, siempre está. Es como un humo que te nubla y te impide
ver un poquito más allá. Es como una pared, a veces invisible y otras veces
bien visible, que no te permite ingresar a lugares tan hermosos como el
análisis o la subjetividad desinteresada por hablar de algo, desde lo más
profundo de la esencia de la opinión. Pero igualmente, está, la pasión siempre
está.
¿Cuántos se han percatado, en algún momento u
otro, de que sus frases hirientes, como hiere un Tramontina, estaban impulsadas
por un frenético amor a algo? De eso se trata la pasión. De amar, de defender
maniáticamente una idea, de hacer conjeturas macabras que dejen bien parado a
sus colores y de convencerse a sí mismo de lo que ni sus propias consciencias
se esfuerzan en decirles: “la realidad no se ve influenciada por la pasión, por
supuesto”.
Falso. La realidad que resulta de tu cerebro inestable está
absolutamente delimitada por la pasión ¿Y cómo puede ser, entonces, que varias
personas visualicen un mismo partido y unos vean mejor a uno y los otros a los
rivales? Vieron exactamente las mismas jugadas, sin embargo unos ven penal y
los otros juran y perjuran que se tiró a
la pileta.
¿Y hay alguna manera de modificar esta postura? En algún
momento de mi adolescencia me hice ese cuestionamiento, al que hoy veo verdaderamente
estúpido y vacío. “Cada acción en la vida debe estar signada por objetivos”,
enseñan, tenaces, los más eficientes entre las personas eficientes. ¿Y en qué
ayuda modificar esta postura apasionada característica en la Argentina? ¿Acaso
es realmente útil que un hincha de Independiente entre en razones con uno de
Racing sobre aquella jugada dudosa? ¿Hay algún beneficio en que un boquense se
junte a comer asado con uno de River, y juntos, interpreten con coherencia lo
que quedó del fin de semana?
Nada. Nada. No beneficia en nada. En cambio, la pasión sí.
Es como esa nafta cara y de calidad que sólo se consigue en un par de lugares.
Así, esta nafta se consigue solamente acá. Y el motor del fútbol anda como si
fuera una Ferrari. Aunque sabemos que acá carecemos de Ferraris. Pero no hay
otra explicación para que las canchas estén repletas un domingo de otoño a la
tardecita, cuando seguramente haya habido más problemas que soluciones para
presenciar aquel partido intrascendente.
Y habrá un humo que seguirá nublando las mentes coloridas de
esos fanáticos, a veces, inentendibles. Y las lágrimas seguirán acompañando sus
derrotas y los alaridos exhibiendo sus festejos alocados. Y las mujeres seguirán en la casa protestando,
porque la tarde de sábado se ha vuelto una colección de sucesos
esquizofrénicos.
Señora, preocupada por los actos maniáticos de su marido, le
hablo a usted: déjelo ser. Muchacho intelectual que no comprende a semejantes
personajes dialogando con el televisor: no juzgue lo que no comprende. Aunque
ustedes no lo crean, ellos, desde el linving de su casa, son trascendentales.
Son el corazón de nuestro fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario