“Bienvenido, pase”,
le exclamó cordialmente mientras la mano
zurda de aquel seguridad le indicaba la entrada al lugar. Nazareno obedeció al
pedido, mientras su cabeza creaba un tendal de conjeturas. “¿Dejarán entrar a
un oyente desconocido a la mejor universidad de Sudamérica?”. Los hechos le
demostraban que no había demasiada suspicacia ante su presencia. Su primera
impresión fue la de un lugar austero. “Tal vez me equivoqué de dirección”,
volvió a conjeturar Nazareno y una ola de sospechas le recorrió desde su cabeza
hasta sus pies. Pero una cancha sumamente prolija se apareció ante sus ojos y
una veintena de muchachos corriendo de acá para allá, dando pases y relevando,
le dibujó una sonrisa tan inmensa como sus ganas de aprender. Estaba en el
lugar indicado, donde el mayor de los valores es conocer lo que nunca se dijo:
que en Sudamérica se puede jugar un fútbol de posesión, que ser intenso no es
sinónimo de tener un juego trabado y que ser arriesgado no necesariamente significa
estar en desventaja defensiva. Nazareno estaba en la Universidad de Chile.
La vocación de entrenador de fútbol siempre había sido un
sueño para el joven Nazareno. Sin embargo, vaya a saber uno por qué, este chico
no soñaba con ser cualquier entrenador. Había una única especie que lo
cautivaba. “Para ser de los mediocres, mejor sigo el oficio de carpintero que
me enseñó mi padre”, decía, sólido, como si su camino estuviera tallado de
antemano. Nazareno quería tener un equipo que apueste al buen gusto, a la
audacia de ir siempre al frente, de mantener la coherencia de la posesión en la
cancha de su barrio o en cualquier otra cancha del planeta. Quería un equipo
que certifique a sol y a sombra que el fútbol era un cúmulo de estética, una
reivindicación al prodigioso acto de jugar. Así lo quería Nazareno y, si no, no
quería nada.
Pero este joven no era uno de esos que prometen con
enfrentarse a cuanto problema haga falta para cumplir su sueño. Era una persona
muy analítica. Analizaba un centenar de veces cada acción que iba a emprender.
Y por una colección de estudios minuciosos y rotundos, Nazareno había llegado a
la conclusión de que un equipo suyo solamente podía jugar el fútbol que él
pretendía si se desarrollaba en el continente europeo. Acá en Sudamérica no
cabía lugar para su utopía sin sentido. Lo había examinado todo. El pasado
esperanzador con algunos rasgos de su postura, pero sin una certeza bien
definida. El presente nefasto y las conjeturas que podían llegar a acontecer en
el futuro, teniendo en cuenta las divisiones inferiores. Nazareno prefería
sacrificar su sueño, antes de marcharse a Europa. Porque era de esas personas
patrióticas que no abandonaban su continente ni que la humanidad se lo pidiera
de rodillas.
Nazareno prefirió continuar con el oficio de carpintero de
su padre. Aunque nunca dejó el fútbol de lado, en su totalidad. Siempre algún
que otro partido, de algún que otro equipo que le interesaba por su caprichosa
manera de ser y de atacar. Hasta que un día alguien en el taller le habló de
esta Universidad. Le dijo que eran extremadamente audaces, que demostraban en
cada segundo que se posaban sobre el césped que amaban la tarea de atacar. Y
transmitían, también, que amaban la tarea de jugar por jugar. Por puro placer.
Le enumeró los logros, le contó del prestigio que fueron ganando cada uno de
sus integrantes a pesar de ser humildes y desconocidos. Y, por último, le contó
la mejor parte: estaban en Sudamérica.
Y si pierde, ¿qué? Y si pasa justo ahora que se insinúa como
sólido candidato a ganar la Copa Libertadores, ¿qué problema hay? Ninguno.
Porque la esencia seguirá siendo la misma. Y nadie le podrá reprochar nada a
nadie. Porque nunca se defraudaron a ellos mismos. Y porque lograron las dos
cosas más maravillosas sobre la faz de la tierra: como eran una Universidad,
primero enseñaron algo nuevo y como eran un equipo, después promovieron un
sueño. Es el sueño de Nazareno de ser entrenador. Y está más vivo que nunca.
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