Según la Real Academia Española, la felicidad es un estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien.
El fútbol demostró en los últimos años un monopolio de felicidad que, como nunca antes, se percibía fascinante. No, no se trata de la exclusividad de las estrellas en un solo equipo del mundo; tampoco del poder arrollador de Julio Grondona y sus secuaces. Se trata de la pelota. Una mañosa soberana que, simplemente, permanece en el lugar donde mejor la tratan. El Barcelona de Pep Guardiola se adueñó durante casi cuatro años del único monopolio satisfactorio a los ojos. Ayer, un domingo cualquiera en el viejo continente, el Real Madrid vapuleó el imperialismo.
Por esos imprevistos del destino o porque la historia amenaza con repetirse cada tantos años, la última vez que el Barcelona había perdido la posesión del balón había sido justamente contra el Real Madrid, allá por mayo del 2008, cuando Frank Rijkaard comandaba a los blaugranas. Hoy, con más de 150 fines de semana de disfrute, Barcelona vuelve a perderla, amedrentado por un candidato que, por primera vez en mucho tiempo, le presentó mejores condiciones.
Esa apología a la diversión que contempla el Barcelona, a tocar la pelota cuántas veces sea necesario mientras la felicidad rebase al marcador, careció ayer en el Santiago Bernabeu. Nada tuvo que ver ese 2 a 2 final, consecuencia de virtudes de los mejores jugadores del mundo y de un planteo idealista de José Mourinho. Sí tuvo plena incidencia en el juego ese cambio ideológico que propuso el entrenador del Madrid. Presión, movilidad, transiciones perfectas, controles orientados, ni el mayor soñador hubiera pensado en semejante combinación de recursos. Tal vez, la única carencia estuvo en la definición. Cuando un equipo tiene veinte situaciones claras de gol y convierte dos, puede que deba ajustar algo en ése aspecto.
Es evidente, ayer no fue un domingo cualquiera en la capital española.
El Barcelona fue víctima de su propio estilo. Por primera vez en muchos años, pareció no haberse divertido. El Real Madrid vivió precisamente lo contrario: por primera vez en un largo tiempo, fue feliz compartiendo el rectángulo con los de azul y rojo. Al fin y al cabo, todo se resume en eso: seducir, cautivar y complacer a la pelota; con el esencial objetivo de ser feliz.
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