Los argentinos somos distintos a todos, lo demostramos todos los días, en la vida y en el fútbol. Como hablar de la vida sería un terraplén filosófico que no estoy dispuesto a afrontar, me limito a hablar de fútbol, donde la coherencia, por momentos, se ve agobiada por un sinfín de contradicciones que amenazan con destruirlo todo. Aquí, dónde el deporte más popular del mundo es apabullado por los paradójicos analistas -o eso creen ellos-, concebimos a Lionel Messi. No nos importa que sea una pieza fundamental del mejor equipo de todos los tiempos, tampoco que pasme al mundo entero con esos regates que parecen físicamente imposibles. Acá lo vapuleamos como si fuera el máximo responsable de este deterioro crónico.
Por inercia o porque las antiguas tradiciones así lo disponen, consideramos antipatria a quien no canta el himno. No importa que sus cualidades disimulen, por momentos, nuestras falencias graves, tampoco tiene validez que sea considerado uno de los mejores de la historia. Si no canta el himno está condenado a formar parte de los traidores. En este contexto, tolerando un considerable grupo de insólitos que se atreven a criticarlo, Messi se calza la celeste y blanca. Es decir que, sin siquiera tocar una pelota, ya forma parte de las críticas.
Suena el silbato y los antagonismos con lo que le sucede a Lio del otro lado del charco empiezan a pronunciarse. Se sabe, querer parecerse al Barcelona es aún más difícil que intentar ganarle. Sin embargo, la Argentina no sólo que no se parece en lo más mínimo, sino que demuestra varias actitudes propias del polo opuesto.
El Barça de Messi juega, se divierte, disfruta. La Argentina de Leo sufre las presiones, carece de todo sentido del juego y se decepciona regularmente. En el Barça forma parte de un grupo de amigos que prevalecen el todo, por encima de cualquier estrella. En la selección le demuestran cada vez que pueden su etiqueta de astro, por encima del resto. Acá le reclaman que “ponga huevos”, como si él no fuera consciente de cuál es el camino hacia el éxito. Allá no pone huevos y, sin embargo, está colmado de títulos, hace más goles que un goleador y disfruta de los elogios de todos (madrilistas y barcelonistas). Posiblemente los que le exigen “huevos”, pretendan intensidad, presión constante y señales de juego asociado. Posiblemente ellos no sepan que el Barcelona subordinó su metodología de entrenamiento a la forma de jugar que hoy los conserva en la cumbre.
Entonces así, adorado por todos, repudiado por nosotros, la selección sufre la presencia de semejante ídolo mundial. La sufre y no la sabe utilizar. Mientras la coherencia reclama duplicar esfuerzos para proporcionarle al mejor jugador del mundo un equipo a su nivel, la realidad muestra a un seleccionado que ve en una estrella la absoluta salvación. Pero no. Para nosotros Lionel Messi es un antipatria, un definitivo fanfarrón que viene a defender los colores por obligación. Tal vez aquí no juega como en el Barcelona porque no hay el mismo dinero en juego. Probablemente la humanidad está equivocada. Nosotros, nunca.
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