Eterno propietario de improperios. Dueño del oficio más maltratado del mundo: el que se equivoca consigue el peor de los castigos, el que acierta sigue siendo anónimo y magullado. Sopla y vuelve a soplar. Con una bocanada de amor por la tarea que resiste a un estadio repleto insultando a su vieja. Con tal de pertenecer, a ese espacio verde sagrado que reúne a los agraciados. Así es la vida del árbitro. Y un poco menos así, fue la de Héctor Baldassi.
Dijo adiós, colgó las tarjetas. El único silbato que contestaba con risas a las puteadas. El sentenciador menos discutible del país. La persona que desterró la idea de que amistad y arbitraje no podían conjugarse en un mismo planeta. Y además, dicen, el que mejor juzgaba.
Y así por así, de un día para el otro, 22 estrellas se quedaron sin risas, sin absurdos. Porque la figura de un árbitro a carcajadas con un jugador generaba eso, un absurdo. Era como ver a un unitario sonriendo con un federal o a David divirtiéndose con Goliat.
Galeano le dedicó un poema a esa figura tan precisada y detestada al mismo tiempo. “Única unanimidad del fútbol: todos los odian”, sentenció. Ya no, Eduardo. Hubo alguien que destrozó su sentencia. Alguien que innovó el oficio de árbitro. Alguien que el domingo colgó su silbato jovial. El único silbato que mereció este pequeño homenaje.
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